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Rebozo morado y ojos

¡Es ella! Se llama Juana. 
Nunca pensé que esas palabras salieran de mi boca, pero no las pensé, no las deduje, simplemente son.
– ¿Qué te gusta de ella, preguntó.
– Sus ojos, como dice la canción, “tener sus ojos debe ser ilegal”, pero no son los ojos, es cómo me ve ¿sabes? Esa forma específica en que cruzó su mirada conmigo.
La primera vez que vi a Juana fue en CU. Ambas participábamos de un evento político.
Descendió de un vehículo con la elegancia de las garzas, levantó la cabeza cubierta con un rebozo morado y lo primero que vi fueron sus ojos, negros, redondos, enormes, delineados con un leve tono negro y unas pestañas en las que podría balancearse un duende.
Me quedé inmóvil. Una diosa me vio.
Durante el desarrollo del acto mis ojos la buscaron y, de cuando en cuando, quedamos de frente. Noté, después de un buen rato, que iba vestida con unos jeans negros, botas y playera de manga larga del mismo color. Unos aretes hechos por alguna artesana y el pelo recogido en una coleta.
Su pelo. Negro, infinito, lacio, acorde con el color tostado de su piel.
Todo ese día estuve realmente conmovida, tanto por lo que vivíamos y escuché, como por haber visto a la mujer mas hermosa que pudiera imaginar.
Los siguientes días no pude dejar de pensar en ella. En medio de días repletos de ansiedad, su imagen era una pausa y un abrazo.
Me propuse encontrarla, pero no sabía como, no sabía por dónde empezar. Bueno, sí sabía, pero el peso de ser una mujer enamorada de otra, aún en 2017, fue aterrador.
¿Que pensarían los otros? ¿Qué pensarían ellos?
– Si preguntó por ella ya no seré yo, ya seré yo lesbiana y pues no es así.
Me contuve por miedo, pero la vida tenía planeado un regalo.
Semanas después, en otro evento político, ahí estaba ella. Parada bajo la lluvia con su sombrilla que bien la protegía de la torrencial lluvia que azotó la ciudad entera.
Sin pretenderlo ahí estaba yo, parada detrás de Juana y cuando la vi mi corazón empezó a brincar, como diciendo “aquí está, la estabas buscando y apareció”.
Sentí que las piernas se me hacían líquidas y sólo me miro en tres ocasiones.
Sentí mucha vergüenza de hablarle. Noté qué tal vez me reconoció, pero ¿y si le molestaba que la viera?
Entonces decidí no hacer nada de nuevo. Solo caminar bajo la lluvia, sintiéndome plena de saber que vivimos en el mismo mundo.
Platicaba de ella con quienes podía, explicaba que no me interesaba su cuerpo que, aunque es bellísima físicamente, algo en ella me decía que lo que me provoca no es algo carnal.
– Sólo me basta verla. No quiero mas. Es ella, no su cuerpo. No sé cómo habla y tampoco lo que le interesa, pero me encanta.
Me prometí que si tenía la fortuna de volverla a ver no iba a evadir mi emoción. Iba a hablar con ella y al menos presentarme.
Así, una mañana, la volví a ver. De nuevo en un acto político, pero esta vez en mi casa.
Un amigo me dijo “si tú no le hablas, lo voy a hacer yo, porque es hermosa”.
– Es imponente, le dije.
Tras unos minutos, no se cuantos, pude conocerla.
– Ella es Juana, una compañera solidaria que estudia una estancia postdoctoral en Historia.
¡Carajo! Es muy inteligente, pensé.
Nos quedamos las dos, solas, recogiendo unos carteles y hablamos de esto y aquello, de que hacíamos y quienes éramos. En realidad no recuerdo nada de la plática, ni de si le pregunté algo. Sólo la recuerdo a ella, hablando, sonriendo, tímida. El sol acariciándola y la luz cruzando entre los árboles.
Una de las imágenes más bellas que he visto.
– No sé por qué te cuento esto.
– Las historias de amor se cuentan ¿no?
– Pero si seguro no sabe quién soy, ni me ha de recordar.
– Pero tu la ves casi diario ¿no? En tu mente, me refiero...
– Sí, en realidad lo llena todo, aún.

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