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El fondo sin fondo


Tengo este mal habito de prender un cigarro cada vez que voy a escribir. Como si la combustión de alquitrán, y no sé qué más, con tabaco fuera la energía que requiero para que fluya. O eso, sólo un mal hábito.

Como sea, en medio del exilio autoimpuesto en la soledad del cuarto más blanco que he tenido (o he podido percibir/apreciar) entendí que el fondo realmente no existe, o no para mi.

Las cosas empezaron a ponerse mal mucho antes de que siquiera pudiera entender los significados socio-históricos de esto o sus implicaciones en el sistema patriarcal-capitalista. Desde entonces conocí mucho dolor y los instantes de alegría me mantuvieron viva (que seguro son más de los que recuerdo), mantuvieron esa flamita que parecía más bien un foco de serie navideña descolorido y casi por extinguirse.

Con los años, descubrí que por más corto circuito que intentara ponerle a esa serie no más no se apagaba y ¡vaya que lo intenté!

Aprendí que la combinación de alcohol y electricidad no lo fundían, que los humos no lograban convertirse en niebla tan densa que impidiera que su luz mostrara un camino, aunque de pronto sí se parecía a los valles llenos de nubes.

Entonces me metí al abismo.

Busqué en él hasta que mis pulmones parecieron explotar, pero no lo hicieron. Es más, hasta encontré cierto placer en ese breve instante en que el cuerpo exige respirar y la resistencia a hacerlo. Por ese segundo, milésimas, lo que fuera, viví un rato.

Y nadé, nadé profundo buscando al Kraken, pero nunca pude encontrarlo cara a cara (no más me lo bebí, pero esa historia no es tan buena). Busqué ir contra mi naturaleza, mi ser humana, mamífera, sintiente. Me aferré a la posibilidad de dejar de sentir, como bandera que resiste sobre una montaña atravesada por los vientos de la altitud.

En la cima de ese abismo (sí, así de contradictorio), el movimiento inercial no me jaló. Contra las leyes de la física me expulsó en medio de la convulsión en la tierra. 

Regresé a donde había iniciado el viaje y aún después de conocer la verdadera oscuridad, con peces tan extraños que parecían monstruos y movimientos míos de tal convulsión que parecieron abominaciones, descubrí que la lucecita de la serie navideña se había convertido en una flama de vela. De una velita chiquita, de esas de colores que vienen en paquetes para las posadas.

No tenía sentido.

Busqué por los medios posibles irme al lugar más siniestro en la tierra, a la densidad del abismo, y no logré apagar esta llama.

Entonces reconocí que esas convulsiones de movimiento y esa fuerte inhalación, precedida por la desesperación, eran lo que mantuvieron con vida la luz. No me di cuenta, pero buscar el abismo me llevó a preservar la vida. Sin ese dolor autoimpuesto, ya sufrimiento, no podría haber encontrado que lo que buscaba era mi fuego.

Me lancé al abismo para apagar mi luz y tan cerca del magma me encendí.

Tuve suerte.

Requiero más que los dedos de mis cuatro extremidades para contar a todas las personas que se quedaron en el camino. Que algún pez se devoró o que simplemente olvidaron para qué nos habíamos lanzado, aunque no lo supiéramos en el inicio.

Es verdaderamente la más densa oscuridad la que me llevó a abrasarme. No podría ser de otro modo, porque así soy, necesito ver para creer, percibir para comprender, vibrar para navegar. Lo mío es estar en los límites y morirme en la raya (acercándome tanto que por un pelo de rana calva me salvé ¿salvaron?).

Aprovechando la combustión y el vapor de una taza de infusión de jengibre, estimuladas por la palabra en grupo que mueve y remueve escombros, entendí que buscar el fondo ya es innecesario. Que buscándolo puedo llevarme la vida y no sé si está vez mis pulmones y la ahora flama resistan otra inmersión.

No es necesario entrar de nuevo ahí para saber que el riesgo de que me absorba y el de resurgir con una antorcha son equidistantes. La decisión no la tomo yo, la toma el azar (o como a mí me gusta llamarle, Dios).

Pensando entonces en lo que sigue, con esta vela en mi interior que entre tanta palabrería ya se convirtió en fogata y sin darme cuenta (de nuevo), me dispuse a caer en mi ya mencionada certeza: lo que perciben mis sentidos. Si las profundidades son de alto riesgo, una expulsión a chorro sería de la misma valía.

Encontré, entonces, una opción posible con diferentes variantes: ir en cohete al espacio, o habitar el territorio global en el que nací.

Por ahora las ganas volvieron. Es que no hay viento, marea o violencia que logre extinguirme porque ya casi soy fuego, mi fuego. Y con eso puedo.



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