Vi la última de Allen. La verdad no sé qué siento aún por él, por su arte. No sé si algún día podamos resolver el dilema, que hasta me parece falso, sobre si es debido (o no) separar al artista de su arte. ¿Cuándo el producto de la creación humana deja de ser de la persona y se vuelve el objeto de observación, de culto y de admiración? ¿Pasa? ¿Eso pasa?
Por supuesto, como a todos los pedófilos, lo detesto, pero el retrato de las calles de una ciudad que cuenta sus historias; su tendencia a siempre reflejarse en los personajes; la locura (que agradezco constantemente) de volver a las protagonistas en Diane Keaton (mi primer crush por una mujer fue con ella); la simpleza de hacer películas sobre lo cotidiano, sobre las decisiones diarias en las que "irracionalmente" apoyamos la construcción de nuestras vidas.
Para una persona que adora la ciudad, su ciudad (la que sea, del mundo que sea) parece casi imposible no verse caminando como cualquier habitante de ese Manhattan que retrata.
En una parte de mi no puedo evitar reconocer que me encanta vivir con la esperanza hollywoodense de encontrarme con el hombre con el que cocino pasta todas las tardes y comparto vasos de whisky, cigarros, vino, libros, discusiones políticas. Ese que viste pantalones café, zapatos bostonianos camisas a cuadros, huele a tabaco y madera.
Lo que pasa es que Allen me devuelve las fantasías románticas, de ese amor que constantemente desdeñamos desde el terrible mal que nos hace a las personas (el amor romántico heteropatriarcal). Me devuelve a tararear It had to be you mientras me preparo un café y escribo estas líneas.
Y también con cada una de sus escenas me veo: caminando bajo la lluvia, tomada del brazo de mi acompañante por las calles del Centro; corriendo sobre las avenidas para llegar a tiempo a mis citas de trabajo, con amigas, de comida o para no perderme la película que quier ver; en la entrada del teatro, esperando a mis acompañantes; en los bares leyendo el periódico.
Esa parte snob que detesto. La que conoce las mejores formas para entablar una conversación y se vuelve encantadora desde lo hipócrita y falsa que suena su voz. Me escucho descifrando textos de Woolf para explicar que cien años más tarde el papel de las mujeres en la sociedad capitalista no ha logrado cambiar de sitio. Me leo escribiendo de economía como si el marxismo no hubiese impactado mi visión psicosocial.
Me conecta con la intelectualidad de mis gafas y mi desenfado para vestir, para arreglar mi cabello. Que, si lo pienso bien, si lo siento realmente, no es muy diferente a la animaleja que se sienta en todos los céspedes que encuentra; que se descalza con la facilidad con la que se desnuda ante extraños; que come con las manos y bate su cabello de mieles y dulces, pero que también agradece la existencia de las cabras y su queso o lo seco y añejo de una copa.
Pero sobretodo me recuerda al amigo perdido, con quien contemplaba mi lugar favorito de la ciudad (el sitio donde se mezcla la Colonia sobre el pasado indígena y se concentra el poder moderno). El que se llenaba las tardes llamándome burguesa con conciencia.
¡Carájo, Allen! Creí que ya se me había olvidado su recuerdo.
Por supuesto, como a todos los pedófilos, lo detesto, pero el retrato de las calles de una ciudad que cuenta sus historias; su tendencia a siempre reflejarse en los personajes; la locura (que agradezco constantemente) de volver a las protagonistas en Diane Keaton (mi primer crush por una mujer fue con ella); la simpleza de hacer películas sobre lo cotidiano, sobre las decisiones diarias en las que "irracionalmente" apoyamos la construcción de nuestras vidas.
Para una persona que adora la ciudad, su ciudad (la que sea, del mundo que sea) parece casi imposible no verse caminando como cualquier habitante de ese Manhattan que retrata.En una parte de mi no puedo evitar reconocer que me encanta vivir con la esperanza hollywoodense de encontrarme con el hombre con el que cocino pasta todas las tardes y comparto vasos de whisky, cigarros, vino, libros, discusiones políticas. Ese que viste pantalones café, zapatos bostonianos camisas a cuadros, huele a tabaco y madera.
Lo que pasa es que Allen me devuelve las fantasías románticas, de ese amor que constantemente desdeñamos desde el terrible mal que nos hace a las personas (el amor romántico heteropatriarcal). Me devuelve a tararear It had to be you mientras me preparo un café y escribo estas líneas.
Y también con cada una de sus escenas me veo: caminando bajo la lluvia, tomada del brazo de mi acompañante por las calles del Centro; corriendo sobre las avenidas para llegar a tiempo a mis citas de trabajo, con amigas, de comida o para no perderme la película que quier ver; en la entrada del teatro, esperando a mis acompañantes; en los bares leyendo el periódico.
Esa parte snob que detesto. La que conoce las mejores formas para entablar una conversación y se vuelve encantadora desde lo hipócrita y falsa que suena su voz. Me escucho descifrando textos de Woolf para explicar que cien años más tarde el papel de las mujeres en la sociedad capitalista no ha logrado cambiar de sitio. Me leo escribiendo de economía como si el marxismo no hubiese impactado mi visión psicosocial.
Me conecta con la intelectualidad de mis gafas y mi desenfado para vestir, para arreglar mi cabello. Que, si lo pienso bien, si lo siento realmente, no es muy diferente a la animaleja que se sienta en todos los céspedes que encuentra; que se descalza con la facilidad con la que se desnuda ante extraños; que come con las manos y bate su cabello de mieles y dulces, pero que también agradece la existencia de las cabras y su queso o lo seco y añejo de una copa.
Pero sobretodo me recuerda al amigo perdido, con quien contemplaba mi lugar favorito de la ciudad (el sitio donde se mezcla la Colonia sobre el pasado indígena y se concentra el poder moderno). El que se llenaba las tardes llamándome burguesa con conciencia.
¡Carájo, Allen! Creí que ya se me había olvidado su recuerdo.
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