La relatividad es un tema recurrente en mis cavilaciones cotidianas y uno que detesto como explicación, pero es, literalmente, la realidad.
Hoy, precisamente, valoraba lo rápido que me ha parecido que pasaron diez años. Si bien yo nunca antes de este momento había aspirado a vivir más de 30 años -y ya 50 o 60 me parecían exageraciones innecesarias- es más, yo si pretendía ser del “club de los 27”, no reparé mucho en que el tiempo que me había autodelimitado era extremadamente breve.
En los últimos diez años he transitado veredas y llanos de emociones que algunas personas viven a lo largo de todas sus existencias. En este lapso pasé de empezar a planear viajes y desear conocer más el mundo, a sentir un profundo vacío frente lo que me gustaría hacer un martes por la tarde cualquiera.
De pronto, en 10 años, se me hizo tarde para terminar la escuela; para abrazar a mi papá, a mi abue Lulú, a mi abuelito Tolín, mi abuelita Cris, mi abue Cire; para aprender a amar más a Camila; para jugar más con Rocco; para ver por última vez la sonrisa de A, de M, de J y hasta de G, de D, de A; se me hizo tarde para pelear por espacios en las grandes alamedas por donde caminará la mujer libre; para leer los cientos de tomos que colecciono, como si sólo con poseerlos me llenaran de algún modo; se me hizo tarde en instantes que no creí que añoraría.
Un dejo melancólico me atraviesa hoy. No es ese sentimiento de añoranza, al que suelo recurrir como refugio, sino un lugar nuevo, más bien una melancolía por la profunda tristeza por la que atravesé los últimos 10 años y una muy honda sensación de gratitud porque “haiga sido como haiga sido” salí (salimos) de ese vado.
Pude notar, por primera vez, que una década transcurrió y casi me chupa. Me precio insólito ver imágenes de hace un par de años con los huesos de mis pómulos resaltados y las clavículas marcadas. De las poquísimas imágenes que conserve de mi misma de entre 2017 y 2019 pude percibir la decadencia de la máscara que me sostuvo por 25 años.
Noté el deterioro en la luz de mis ojos, del que sólo pudieron dar cuenta las cuatro mujeres a quienes les permitía acercarse a mi vida en esos meses que cruzaron desde el sismo de 2017 y hasta que llegó la pandemia. Ellas, a su manera, me hacían saber que eran mi refugio y sus caricias en mi pelo, sus abrazos, que contenían las cataratas que me fluían del rostro en esos años, esos gestos le dieron el cobijo suficiente a la pequeña lucecita de vida que quedaba en mi.
Fueron los meses de la inanición. Los 40 meses del castigo más profundo: privación del sueño, del habla, del aire. Me ahogaba en torturas autoinflingidas.
De la década qué pasó, hasta el alto de esta mañana, el último lustro fue extenuante. Mis entrañas sobrevivieron a base de cigarros, café helado y quemado, hielo masticado, plumas masticadas, mandíbulas fruncidas; de tomar un par de almendras, de beber sólo alcohol fuerte, así sin nada más que hielo o agua de la llave; de las palomitas de cantina con interminables botellas de cerveza y platicas inaudibles; de las 3 pescadillas y las caladas a cigarros pipas o plumillas que me acercaban; de la gotas, de las pastillas, de estar en las puertas de baños, cuartos, casas, hospitales, iglesias, vecindades; de los pitillos forjados, de las amistades forzadas, de las sonrisas fingidas, de las abominaciones del pasado carcomiendo la carne fresca. Fueron los 40 meses más duros de mi adicción.
Cuando mire atrás y diez años habían pasado desde que escribí “me gusta creer que algún día mis ojos también conocerán bellos paisajes, que mis labios aprenderán extrañas lenguas” no sabia que ya estaría ocurriendo en el presente. No podía imaginar esa pequeñaja, que tanto lloraría en una década, que sí se pone mejor. Que cada mañana veo el paisaje más bello desde mi recámara; que mis labios aprendieron la lengua del aprecio y del cariño, después de que mi mariposita bajó del cielo a regalarme un cachito de su belleza y su bondad.
En perspectiva relativa, una década es eterna cuando se atraviesan esos valles y planicies, algunos “voluntarios” otros de la vida no más como es; una década es un santiamén cuando lo repasas durante un texto; diez años son más que lo que dura un presidente en México y apenas el primer punto para evaluar el alcance de una política pública; 10 años son, sólo un recuerdo hoy.

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