Tenía como 12 años, era verano y estaba en mi recámara viendo la televisión. En un canal pasaron una película de mujeres. Me quedé a verla porque se veía "de época" y porque iba empezando.
Sin saber a qué me adentraba conocí la historia de las hermanas Mirabal, en ese filme que hizo Salma Hayek. Me hice feminista y no sabía que mis alas, que ya habían sido lastimadas, empezaban a curarse.
Desde entonces la vi todas las veces que pude. Empece a darme cuenta que algo no me sentaba bien, que la violencia que ellas vivían yo también todavía la sentía.
Por ese entonces también empecé a recordar más frecuentemente las manos que, en la oscuridad de las escaleras, tocaban mis piernas de niña.
El legado de Minerva Mirabal fue un pilar tan estable que hasta me caractericé como ella en una clase de inglés en la prepa para contar quién había sido.
El 25N de 2019, el espíritu de la mariposa volvió revoloteando en medio de la colectiva que formamos cinco mujeres que nos encontramos en el metrobús y que confiamos unas en otras, aún sin conocernos.
Regresó con todos sus colores cuando corrí en las calles con la velocidad que guardo para los días de miedo, pero esta vez fueron carreras de alegría, de libertad.
Estuvo más presente cuando las valientes (así les digo) empezaron a romper vidrios, porque cada golpe de martillo al cristal era un mazazo en la cara de quienes me tocaron sin que yo lo quisiera. De quienes me besaron porque estaba "demasiado ebria" para decirles que no, aunque me resistiera.
Tomó vuelo cuando quitaron las barreras y subieron a colorear una ciudad gris que nos quiere calladas. Cuando prendieron una hoguera que esta vez no era para nosotras sino un aviso de que ya no tenemos miedo.
Planeó sobre mi cabeza cuando, después de contar mi historia de violencia a una amiga periodista, y gritar "que te dije que no", él se apareció encima de mi pero no sólo en mi mente, lo sentí en mi cuerpa. Entonces me aparté de la marcha y vomité (de asco, dolor y rabia) pero, de la nada, dos encapuchadas llegaron por mí (que ya abrazaba un árbol) y se quedaron a mi lado hasta que me sintiera mejor.
Me cargó en sus alas cuando me recuperé del malestar y corrí con fuerza hacia mi grupa.
Me arropó cuando llegó una hermaga y solté el llanto en sus brazos. El llanto profundo que casi nunca es público.
Me alentó a cuidar cuando los gases salieron y las compañeras fueron lastimadas.
Me dijo que volara cuando apagaron las luces de la calle y sentí miedo de la policía porque, aunque rodeada de hermanas, estaba sola, sin mi grupa. Y con cada enfrentamiento y verja rota agitaba con mayor fuerza mis alas. Ya no tenía miedo de que me lastimaran. Tenía rabia. Sentía dolor. El mío y el de las madres que ya no verán de nuevo a sus hijas y el de las niñas asesinadas, el de todas y cada una.
Ya estaba conmigo, planeando en la noche, cuando me encontré con todas en el centro del país.
Agitamos con fuerza las alas cuando nombraron en el micrófono las violencias que me (nos) atraviesan y también la resistencia que soy (somos).
Bailamos cerca del fuego, platicamos y volábamos a ratos.
Se sentó en mi hombro a rendir honores a las mujeres víctimas de feminicidio frente a la antimonumenta y a prometerles vivir porque es compromiso.
Al irnos a casa me dijo al oído que era mi tiempo de volar, que la mariposa no había muerto. Que me quedan paisajes por recorrer y brujas que conocer. Que no me volviera a olvidar de la fuerza que soy (somos): capaz de derruir una ciudad e incendiarla de rabia y también de bordar otra de colores.
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