La vida está íntimamente
relacionada con la música. Desde nuestro nacimiento hasta el día en que
partimos de la tierra escuchamos y al hacerlo codificamos los sonidos del
exterior como nuestro propio, único e irrepetible soundtrack.
Las primeras canciones que
alguien te canta, la voz de tu madre y padre, las aves, los autos recorriendo la
ciudad o tal vez las vacas mugiendo en el pueblo, un chasqueo, un chiflido, son
el fondo de las primeras canciones que nos inventamos y reconocemos.
Hasta este día de mi vida no
comprendo cómo sería el mundo sin haber escuchado el libro de Las cuatro estaciones de Vivaldi, del
que puedo reconocer cada concierto desde que tengo dos años. Desde pequeña
asistí a conciertos de diferentes géneros, porque si algo tienen mis padres es
que son un par de personas muy cultas (o bueno, con un capital cultural
ampliado en diferentes ramas de la vida social).
Los conciertos en el CENART de
Qué payasos, “música clásica para niños”, los bongós de Bandula en las calles,
Fernando Delgadillo en un cassette, Los Panchos, la voz de mis abuelas cantando
en el patio o en el grupo coral, mis abuelos con Ray Conniff o un tango de
Gardel; todos ellos son la columna vertebral de mi amor por las grandes voces,
las piezas magistralmente ejecutadas y en general del placer más grande que hay
en esta vida para mí: LA MÚSICA.
Ya con el tiempo descubrí que
este arte no sólo me significaba un escaparate de diversión y de tranquilidad,
sino el elemento que me enseñó a conocer el mundo, un lugar desde donde los
cantantes expresaban mi sentir, los letristas narraban mi día a día, mis
aspiraciones, deseos y con el tiempo, mis definiciones políticas; un sitio para
partir acompañada del sax de
Coltrane.
Hoy les doy la bienvenida a un
pequeño espacio semanal desde el que les contaré algunas de estas historias que
la música trajo a mi vida y también los momentos donde aprendí más de un buen
solo de guitarra acerca de la paciencia y el amor que lo que me enseñaron las
monjas.
Adele: 19, 21, 25
Descubrí que de alguna manera mis
veintes están íntimamente ligados con su música porque, sin quererlo, sus
letras legaron para ayudarme a superar inseguridades, propias de los últimos
años de la adolescencia, rupturas amorosas, depresiones y hasta la muerte.
Cuando escuché “19” por primera
vez yo estaba cumpliendo 18 y me pareció exquisito que alguien entendiera lo
complejo que fue llegar a ese punto. Entraba a la universidad y todo era un
mundo nuevo. Lxs compañerxs de clase parecían comprender a la perfección las
instrucciones de cada materia y yo, sentada en mi infinitamente incómoda silla
(característica de la UAM) repetía una y otra vez “who wans to be right as
rain, it’s better when something’s wrong”. Los primeros conceptos de sociología
llegaban y yo gritaba “Chasing pavements”. Estaba profundamente enamorada y le
cantaba “My same” y “Make you feel my love”. Un disco que te lleva de la más
profunda soledad a la necesidad de bailar en calzones alrededor de tu casa.
Un año más tarde llegó “21”,
disco con el que se consagró de entre lxs cantantres pop del momento. “Rolling
in the deep” y “Someone like you” sonaron hasta el hartazgo, pero si
escudriñamos el resto de piezas descubrimos una Adele que manda al demonio
amores. Y ¿qué creen que me pasó? Mientras yo descubría sus letras con pausa,
el amor se alejaba de mi vida con la frialdad de una mañana de primavera. Tomé
las letras como bandera y fui una rémora de “He won’t go” por más de dos años.
Ya en mis veintes descubrí los movimientos sociales y la belleza de ellxs, pero
cuando el bullicio paraba y estaba sola frente a nuestra banca del parque, las
canciones de mis compañerxs desaparecían y poco a poco “Turning tables” me
provocaba un llanto incontrolable.
Comprendí a The Cure desde la voz
de alguien más y me parecía que el túnel de despedidas no terminaba. Mientras
tanto, Adele no se dignaba a escribir nada más, me dejó sola en el tren sin
frenos y la vía parecía terminar. Temí la colisión y me vi profundamente
desolada. De pronto 2014 y más pérdidas, mi abue Lulú murió y yo sentí que una
gran parte de mi vida se apagaba. Supongo que la depresión post parto de Adele,
los conflictos con sus exparejas y también dejar el tabaco y el alcohol la
tenían en un momento personal terrible.
Por fin, llegó 2015 y casi cuando
parecía que no escucharía de nuevo una canción de su autoría me saludó. “Hello”
se reprodujo tantas veces y en tantos lugares que ya hasta me la salto cuando
pongo el disco, sobre todo porque gracias a esta canción me armé de valor para
agradecerle a quien se fue, los años vividos y la felicidad compartida. Tras
cientos de críticas que sugerían que este disco no era remotamente la mitad de
sus dos anteriores, Adele salió en 2016 a defenderle con su voz y fuerza.
No es sino hasta ahora, unos días
antes de cumplir 25 que escucho con formalidad el disco completo y puedo decir
que así como Adele le dio la bienvenida como un disco de reconciliación y de
“la persona que será de ahora en adelante”, yo me estoy encontrando. Hoy a la
mitad de mis veinte veo el camino recorrido y la cuesta por delante y me siento
completamente agradecida de poder estar en los lugares que me permiten empezar
a ser quien quiero ser “de grande”.
Con “Send my love” me reconcilié
con el fantasma de quien no quiero encontrar, pero con “When we were young” me
veo fuerte y capaz. Debo aceptar que con dolor y grandes recuerdos “All I ask”
me llega lo más profundo de los recuerdos, pero si pongo “Million years ago” ya
se va diluyendo. Ahora veo mi vida amorosa como “Water under the bridge” y
¿saben qué? Está muy bien, porque vamos avanzando. Vamos construyendo un mundo
nuevo, una vida nueva.
Espero se den oportunidad de
escucharla (si aún no lo han hecho). Les escribo la otra semana.

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